lunes, 28 de noviembre de 2011

MENSAJE DEL PREFECTO DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, CARDENAL MAURO PIACENZA, CON OCASIÓN DEL ADVIENTO 2011

MeNSAJE
del prefeCto de la congregaCIÓN PARA EL clero,
cardENAL Mauro piacenza,
CON OCASIÓN DEL ADVIENTO 2011
Reverendos y queridos Sacerdotes:
En este especial Tiempo de gracia, María Santísima, Icono y Modelo de la Iglesia, quiere introducirnos en la actitud permanente de su Corazón Inmaculado: la vigilancia.
La Santísima Virgen vivió constantemente en vigilancia orante. En vigilia recibió el Anuncio que ha cambiado la historia de la humanidad. En vigilia cuidó y contempló, más y antes que cualquier otro, al Altísimo que se hacía Hijo suyo. Vigilante y llena de asombro amoroso y agradecido, dio a luz a la misma Luz y, junto a San José, se hizo discípula de Aquel que de Ella había nacido; que había sido adorado por los pastores y los sabios; que fue acogido por el anciano Simeón exultante y por la profetisa Ana; temido por los doctores del Templo, amado y seguido por los discípulos, hostigado y condenado por su pueblo. Vigilando en su Corazón materno, María siguió a Jesucristo hasta el pie de la Cruz y, con el inmenso dolor de Corazón traspasado, nos acogió como sus nuevos hijos. Velando, la Virgen esperó con certeza la Resurrección y fue llevada al Cielo.
Amigos muy queridos: ¡Cristo vela incesantemente sobre su Iglesia y sobre cada uno de nosotros! Y la vigilancia en la cual nos llama a entrar, es la apasionada mirada de la realidad, que se mueve entre dos directrices fundamentales: la memoria de todo lo sucedido en nuestra vida al encontrarnos con Cristo y con el gran misterio de ser sus sacerdotes, y la apertura a la "categoría de la posibilidad".
La Virgen María "hacía memoria", es decir, revivía continuamente en su corazón todo lo que Dios había obrado en Ella y, teniendo certeza de esta realidad, realizaba su tarea de ser la Madre del Altísimo. El Corazón Inmaculado de la Virgen estaba constantemente disponible y abierto a "lo posible", es decir, a concretar la amorosa Voluntad de Dios tanto en las circunstancias cotidianas como en las más inesperadas. También hoy, desde el Cielo, María Santísima nos custodia en la memoria viva de Cristo y nos abre continuamente a la posibilidad de la divina Misericordia.
Pidámosle a Ella, queridos Hermanos y Amigos, un corazón capaz de revivir el Adviento de Cristo en nuestra vida; capaz de contemplar el modo en el cual el Hijo de Dios, el día de nuestra Ordenación, marcó radical y definitivamente toda nuestra existencia sumergiéndola en su Corazón sacerdotal. Que Él nos renueve cada día en la Celebración Eucarística, que es transfiguración de nuestra misma vida en el Adviento de Cristo por la humanidad. Pidamos, en fin, un corazón atento para reconocer los signos del Adviento de Jersús en la vida de cada hombre y, en particular, entre los jóvenes que se nos confían: que sepamos discernir los signos de ese especialísimo Adviento, que es la Vocación al sacerdocio.
La Santísima Virgen María, Madre de los sacerdotes y Reina de los Apóstoles, nos obtenga, a cuantos humildemente la pidamos, la paternidad espiritual, la única capaz de "acompañar" a los jóvenes en el alegre y entusiasmante camino del seguimiento.
En el "sí" de la Anunciación, somos animados a vivir en coherencia con el "sí" de nuestra ordenación; en la Visitación a Santa Isabel, somos animados a vivir en la intimidad divina para llevar su presencia a otros y para traducirla en un gozoso servicio, sin límites de tiempo y de lugar. Contemplando a la Santísima Madre adorando al Niño Jesús envuelto en pañales, aprendemos a tratar con amor inefable la Santísima Eucaristía. Conservando todo acontecimiento en el propio corazón, aprendemos de María a concentrarnos en torno al Único Necesario.
Con estos sentimientos les aseguro a todos, queridos sacerdotes esparcidos por el mundo, un especial recuerdo en la celebración de los Santos Misterios y pido a cada uno sostenerme en su oración para cumplir el ministerio que se me ha confiado. ¡Pidamos, delante del pesebre, que cada día podamos ser aquello que somos!

REFLEXIÓN DE LAS LECTURAS DEL I DOMINGO DE ADVIENTO 2011 CICLO B

"Lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: ¡velad!" (Mc. 13,37).
Toda la liturgia del tiempo de Adviento está centrada en la "espera vigilante" con la que cada uno, por medio de un auténtico espíritu de oración, humilde y confiada, se prepara a recibir la venida del Señor Jesús.
La actitud con la cual toda la humanidad, y de modo particular todos los cristianos, deberían predisponerse a recibir al "dueño de casa" es "la espera vigilante".
San Basilio de Cesarea dice al respecto: "¿Qué es lo propio del cristiano? Vigilar cada día y cada hora, y estar pronto para cumplir perfectamente lo que es agradable a Dios, sabiendo que a la hora en que no pensamos llegará el Señor"(Basilio di Cesarea, Regole Morali, LXXX 22,869) . Por lo tanto, la espera del hombre no es pasiva, estéril o "muerta", sino vida, activa y participativa. El hombre participa así, de modo particular, a la venida misma del Señor: " El testimonio de Cristo se ha confirmado en vosotros" (1Cor. 1, 6).
Por este motivo no sólo espera, sino que llama a Dios: "Tú, Señor, eres nuestro padre". El hombre, reconociendo que pecó al no haber invocado a Dios como Padre, y que por ello ha merecido que le escondiera su propio rostro, pide que regrese "por amor de sus servidores", y se coloca en una situación de completo abandono en las manos de su Señor, porque "nosotros somos el barro, Tú, nuestro alfarero y todos nosotros la obra de tus manos" (cfr. Is, 64, 6-7).
De aquí que no podamos más que agradecer a Dios: "hemos sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia" (1Cor. 1, 5), para que seamos encontrados "irreprensibles en el día del Señor".
Todo esto nos empuja a estar vigilantes, porque no conocemos "el momento preciso" en que Él regresará a casa. La "casa" puede ser tomada como imagen de la comunidad cristiana, que se preparara a acoger, de manera vigilante, por medio de una vida en oración y por las obras, a "su dueño"; pero es también el hogar espiritual de cada uno, que debe ser edificado cada día.
Cada uno debe cuidar y llevar a cabo lo que Dios le ha confiado, vigilando para no encontrarse sin preparación cuando venga el Señor. El tiempo de Adviento nos llama a reforzar el espíritu de oración, tratando de combatir la negligencia y la debilidad que lleva a ceder frente al pecado.
El Beato John Henry Newman escribe en su diario espiritual: "Vigilar: ¿qué quiere decir, por Cristo? Estar vigilantes. [...] Vigilar con Cristo es mirar adelante sin olvidar el pasado. Es no olvidar que Él ha sufrido por nosotros; es perdernos en la contemplación atraídos por la grandeza de la redención. Es renovar continuamente en el propio ser la pasión y la agonía de Cristo; es revestirnos con alegría de aquel manto de aflicción con el que Cristo quiso primero vestirse y después dejarlo para irse al cielo. Es despegarse del mundo sensible y vivir en el no sensible. Así Cristo vendrá y lo hará en el modo en que lo dijo que lo hará". (J. H. Newman, Diario spirituale e meditazione, 93.)

Que en este fascinante tiempo de Adviento nos acompañe la Santísima Virgen María Inmaculada, Madre de la espera y del silencio. Ella, que más que ninguna otra criatura supo acoger humildemente la voluntad de Dios, permitiendo así la obra de la Redención, sostenga la oración, las obras y la auténtica y permanente renovación del Cuerpo eclesial en la santidad, y el ejemplo del Glorioso Patriarca san Jose, padre adoptivo nuestro Señor y Salvador y esposo de la Virgen-Madre nos ayude en la espera del dueño de la casa.

lunes, 21 de noviembre de 2011

SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

La Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, al finalizar el año litúrgico, tiene el valor de una verdadera sinfonía con la que celebramos en su totalidad el misterio de Dios.

Las Lecturas litúrgicas anuncian la realeza de Dios y su pleno señorío sobre la realidad y nos introducen en la naturaleza impactante de su potestad salvadora: "Yo mismo buscaré mis ovejas y las cuidaré (...) Yo mismo las conduciré a los prados y las haré descansar". Por medio de las palabras del profeta Ezequiel somos introducidos en el corazón de la fe, colocados delante del Acontecimiento central mediante el cual Dios manifiesta la propia realeza.

El Señor habla al hombre y le muestra su señorío, en primer lugar a través de la Creación: "Desde la creación del mundo, sus perfecciones invisibles pueden ser contempladas con la inteligencia en las obras realizadas por Él, como su eterno poder y divinidad" (Rm 1,20). Además, el Padre viene al encuentro del hombre mediante sus profetas: "Muchas veces y de distintas maneras", Él ha dirigido su palabra a su pueblo "por medio de los profetas" (Hebr 1, 1). Pero toda la creación y toda la actividad profética estaba orientada a cumplirse en la promesa de Dios: "Yo mismo buscaré (...) yo mismo conduciré a mis ovejas". Esta promesa se realiza cuando, llegada la plenitud de los tiempos, Dios envía en la carne a su propio Hijo unigénito.
Él no es más "uno" que busca a las ovejas y las cuida "en nombre de Dios", como los profetas; Jesucristo es Dios mismo hecho hombre. El Padre, en su Hijo, se encuentra "en medio" de sus ovejas que estaban dispersas.

En la Carta Apostólica Tertio millennio adveniente, del Beato Juan Pablo II, leemos: « Encontramos aquí el punto esencial. Aquí no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo" (n. 6). Cristo, Verbo eterno hecho hombre, es la plena manifestación de la gloria de Dios y el definitivo cumplimiento del proyecto del Padre para el hombre.

El profeta Ezequiel revela que la condescendencia divina para con el hombre se manifiesta en la búsqueda de la criatura por parte del Señor: "Iré a buscar a la oveja perdida y devolveré la perdida al rebaño". En Cristo Jesús, el Padre Dios no solo habla al hombre sino que lo busca. ¡Qué misterio profundo este comportamiento de Dios para con el hombre!

Todo el Cristianismo es el Padre que, en Jesucristo y en el Espíritu, busca al hombre. Esta búsqueda tiene su origen en la inescrutable intimidad de la Santísima Trinidad. Tiene su origen en la decisión del Padre de elegir a cada uno de nosotros, antes de la creación del mundo, para que fuésemos "santos e inmaculados en su presencia en el amor, predestinándonos a ser hijos adoptivos" (Ef. 1,4-5). «Por tanto Dios busca al hombre, que es su propiedad particular de un modo diverso de como lo es cada una de las otras criaturas. Es propiedad de Dios por una elección de amor: Dios busca al hombre movido por su corazón de Padre». (Juan Pablo II,  Tertio millennio adveniente, n. 7).

¿Por qué el hombre es buscado por el Padre? Porque, como enseña el profeta, los hombres estaban dispersos en los días nublados y oscuros"; y el Señor quiere hacerlos partícipes de la "suerte de los santos en la luz" (Col 1,12).

Afirma San Pablo en la lectura de hoy: "Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que mueren". La búsqueda que Dios Padre hace del hombre alcanza su culmen en la muerte y resurrección de Jesucristo.

En Jesús de Nazaret, el hombre tantas veces buscado y finalmente encontrado, el hombre perdido desde hace tanto tiempo y finalmente traído a casa, el hombre tan herido y enfermo desde hace tanto tiempo, finalmente es curado. Y todo sucede en la muerte y resurrección de Cristo: "Porque si por causa de un hombre vino la muerte, por medio de un hombre vendrá también la resurrección de los muertos", desde el momento en que "como todos mueren en Adán, así todos recibirán la vida en Cristo". En efecto, Cristo, muriendo ha destruido al verdadero enemigo, la muerte.. Resucitando, Él nos ha donado la verdadera vida, y ha reconstituido en los hombres la dignidad de su primer origen. En Jesucristo, Dios ha obrado la liberación de la muerte eterna "nos ha librado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo predilecto, por obra del cual tenemos la redención" (Col 1, 13-14 ), haciendo de nosotros un pueblo de sacerdotes, reyes y profetas.

¿Adónde apunta todo esto? A que "Dios sea todo en todos", afirma también el Apóstol. La finalidad de todo es que permanezca Dios en lo íntimo del hombre y que el hombre pueda permanecer en la intimidad de Dios. La encarnación del Hijo de Dios tiene como fin la participación, por parte del hombre, de la misma vida de Dios. Esto es lo que celebra la liturgia de la Iglesia en este día solemne: el misterio del Padre que crea cada cosa y que, en el Hijo, busca incansablemente a cada uno, para que, liberados mediante la pasión redentora de Cristo y el don del Espíritu, cada hombre llegue a ser partícipe, en el Hijo, de la misma vida del Padre.

La realeza de Cristo consiste en el poder presentar al Padre al hombre redimido y hecho hijo de Dios, y a la humanidad reunida en la única Iglesia, su Esposa y su Cuerpo. El señorío real de Cristo es el cumplimiento de este plan admirable. Estamos llamados, ya desde ahora, a participar en él, pareciéndonos siempre más a Él, cooperando en la Iglesia a su mayor gloria y reconociéndolo realmente presente en cada hombre.

Para que esto suceda, es necesario que también las estructuras temporales, en su legítima autonomía, estén orientadas por los cristianos hacia la visibilidad de la realeza de Cristo en el mundo. No se da el señorío únicamente de una forma "íntima o espiritual", sin un concreto y real señorío sobre y en la historia, visible también en la sociedad, en sus leyes y en la conciencia de que cada uno será llamado a dar cuenta de cada uno de sus actos al único verdadero Señor.

Que María Santísima y todos los santos, en los cuales el poder Real de Cristo ha obrado maravillas, sostengan a la Iglesia en la difícil y permanente obra de instaurare omnia in Christo!

+ Christhian G. Dominguez

viernes, 18 de noviembre de 2011

JUAN PABLO MAGNO Y LA RENOVACON CARISMATICA CATOLICA

«Gracias al movimiento carismático, muchos cristianos, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, han redescubierto Pentecostés como realidad viva y presente en su existencia cotidiana... Deseo que la espiritualidad de Pentecostés se difunda en la Iglesia, como empuje renovado de oración, de santidad, de comunión y de anuncio» -Juan Pablo II, 29 Mayo, 2004

miércoles, 2 de noviembre de 2011

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
 
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El mes de noviembre tiene un tono espiritual particular, por los dos días con los que se abre: la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos. El misterio de la comunión de los santos ilumina especialmente este tiempo y toda la parte final del año litúrgico, orientando la meditación sobre el destino eterno del hombre a la luz de la Pascua de Cristo.

En ella se fundamenta la esperanza que, como dice San Pablo en la segunda lectura,"no defrauda" (Rom, 5, 5). Esta celebración de hoy, sublima la fe y expresa sentimientos profundamente grabados en el alma humana. La gran familia de la Iglesia vive en estos días un tiempo de gracia, y lo vive según su vocación: reuniéndose alrededor del Señor en la oración y ofreciendo su sacrificio redentor como sufragio por las almas de los fieles difuntos.

La conmemoración de todos los difuntos es una invitación, para cada uno, a no dormirse, a no llevar una vida dominada por la mediocridad. La conciencia de que "la espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios" (Rom 8,19) amplía todos los horizontes humanos. La fe de la Iglesia nos llama "a no recaer en el temor" (Rom. 8,15), recordando que no hemos recibido un espíritu de esclavitud, sino de hijos adoptivos (Rom. 8, 15). La liturgia de hoy nos convoca, pues, a dirigirnos hacia aquella promesa de plenitud de vida por la cual a nosotros, pobres criaturas, se nos da poder afirmar con certeza y maravillosamente: "lo veré, yo mismo; mis ojos lo contemplarán" (Job 1, 27ª).

 Hay un contraste entre lo que aparece a la mirada humana y lo que, en cambio, ven los ojos de Dios. Por esto el profeta Isaías puede afirmar que es necesario que sea retirado "el manto que recubre todas las naciones" (Is 25, 7). El mundo tiene por dichoso al hombre que vive mucho tiempo y en la prosperidad, y entre los hombres adquieren prestigio los sabios, los doctos, los poderosos. Para Dios son otros los llamados "bienaventurados". Hay dos dimensiones de la realidad: una más profunda, verdadera y eterna, y otra marcada por la finitud, por la provisionalidad y por la apariencia. Es importante subrayar que estas dos dimensiones no tienen una simple sucesión temporal, como si la verdadera vida comenzara sólo "después" de la muerte. En realidad, la "verdadera vida", la vida eterna, empieza ya "ahora", en este mundo, aun dentro de la precariedad de los acontecimientos: la vida eterna se abre desde ahora, en la medida en que se está abierto al misterio de Dios y se lo recibe. De aquí que podamos cantar con el salmista: "estoy seguro de que contemplaré la bondad del Señor en la tierra de los vivientes" (Sal 27, 13). Y de poder "habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida para contemplar la belleza del Señor" (Sal 27, 4).

Dios es la verdadera sabiduría que no envejece, la auténtica riqueza que no se corrompe, es la felicidad a la cual aspira el corazón de todo hombre. Esta verdad, presente en los Libros sapienciales de las lecturas de hoy y que reaperece en el Nuevo Testamento, encuentra su cumplimiento en la existencia y en la enseñanza de Jesús.

            En el horizonte de la sabiduría del Evangelio, la muerte misma es portadora de una saludable enseñanza, puesto que nos lleva a mirar, sin filtros, la realidad. Nos empuja a reconocer la caducidad, de lo que se presenta como grande y fuerte a los ojos del mundo. Cara a la muerte pierde interés todo motivo de orgullo humano y resalta, en cambio, lo que realmente importa. Todo lo de aquí abajo termina; todos estamos de paso en este mundo. Sólo Dios tiene la vida en sí mismo. Él es la vida.

La nuestra es una vida participada, que nos ha sido dada por Otro. Por esto, un hombre puede llegar a la vida eterna sólo mediante la particular relación que el Creador ha establecido con él. Dios, aunque ve el alejamiento del hombre, no ha interrumpido la relación inicada: más bien, ha querido dar un paso más y ha creado una nueva relación, de la que nos habla la segunda lectura: "mientras aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rom 5, 8).

Si Dios –escribe San Juan- nos ama tan gratuitamente que llega a desear que no se pierda nada de lo que Él confió a su Hijo (cfr. Jn 6, 39), también nosotros podemos, y debemos, dejarnos involucrar en este movimiento oblativo y hacer de nosotros mismos un don gratuito a Dios. De este modo conocemos a Dios, como somos conocidos por Él; de este modo permanecemos en Él como Él ha querido permanecer en nosotros y pasamos de la muerte a la vida (cfr. 1 Jn 3, 14), como Jesucristo, que ha derrotado a la muerte con su resurrección, gracias al poder glorioso del amor del Padre celestial.

Unámonos en oración y elevémosla al Padre de toda bondad y misericordia, para que, por intercesión de María Santísima, Nuestra Señora del Sufragio, el encuentro con el fuego de su amor purifique rápidamente a todos los fieles difuntos de toda imperfección y los transforme para alabanza de su gloria. Y recemos para que nosotros, peregrinos sobre la tierra, mantengamos siempre orientados nuestra vista y  y nuestro corazón hacia la última meta anhelada: la casa del Padre, el Cielo.

HOMILÍA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

HOMILÍA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
 
Citas
Ap 7,2-4.9-14:                                      www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9addk2g.htm
                                                                              www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9an4s3g.htm 
1Jn 3,1-3:                                                  www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9abr2tc.htm           
Mt 5,1-12a:                                  www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9abttke.htm
 
La liturgia de hoy comienza con la exhortación "Alegrémonos todos en el Señor" (Ant. entr.) La liturgia nos invita a compartir la alegría celestial de los santos, a saborear la alegría. Contemplamos el misterio de la comunón de los santos del cielo y de la tierra. No estamos solos, sino que nos encontramos rodeados por un gran ejército de testigos: con ellos formamos el Cuerpo de Cristo, con ellos somos hijos de Dios, con ellos hemos sido hechos santos por el Espíritu Santo. El glorioso elenco de los santos intercede por nosotros delante del Señor, nos acompaña en nuestro caminar, nos estimula a tener fija la mirada en el Señor Jesús, que vendrá en su gloria en medio de sus santos. ¡A esta alegría nos invita la liturgia!

 La Iglesia celebra su dignidad de Madre de los santos. Es en ellos donde la Iglesia reconoce sus rasgos característicos y es en ellos donde saborea su más profunda alegría. El Apocalipsis los describe como "una inmensa multitud que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9). Los santos no son, pues, una casta exigua, sino una multitud innumerable, hacia la cual la Iglesia nos exhorta a levantar la mirada. En esa multitud no se encuentran solamente los santos oficialmente reconocidos, sino los bautizados de toda época y nación, que han buscado cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. De la gran mayoría no conocemos sus rostros y ni siquiera sus nombres, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer, como astros llenos de gloria, en el firmamento de Dios. Este pueblo abarca a los santos del Antiguo Testamento, partiendo del justo Abel y del patriarca Abraham; a los del Nuevo Testamento; a los numerosos mártires de los comienzo del cristianismo, y los beatos y santos de los siglos sucesicos, hasta los testigos de Cristo de nuestra época. Los une a todos la alegría y el gozo de ser amigos de Dios.

¿Cómo podemos ser santos y amigos de Dios? La santidad es, antes que nada, un don de Dios. El apóstol Juan escribe: "Mirad qué amor tan grande: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!" (1 Jn 3, 1). Es Dios, pues, quien nos ha amado primero y en Jesucristo nos ha hecho sus hijos adoptivos. En nuestra vida todo es don de su amor: ¿cómo quedarnos indiferentes delante de un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos reconocidos? En Cristo se nos ha dado Él mismo y nos llama a una relación personal y profunda con Él. Por tanto, cuanto más imitemos a Jesús y más estemos unidos a Él, tanto más entraremos em el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por Él infinitamente, y esto nos empuja, a su vez, a amar a los hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a uno mismo, el "perderse a sí mismo", y es esto lo que nos hace felices.

 Es necesario, pues, seguir a Cristo, como Él mismo nos lo indica: "Si alguien me sirve, que me siga, y donde yo estoy allí estará también mi servidor. Si alguien me sirve, el Padre le honrará" (Jn 12, 26). Quien se fía de Él y lo ama con sinceridad, acepta, como el grano de trigo sepultado en la tierra, morir a sí msmo. La experiencia de la Iglesia demuestra que cualquier forma de santidad, aun siguiendo huellas diferentes, pasa siempre por el camino de preferir al Señor antes que a uno mismo. Las biografías de los santos muestran a hombres y mujeres que, dóciles a los designios divinos, a veces afrontaron pruebas, persecuciones y martirio. Perseveraron en su empeño, "son los que vienen  de la gran tribulación –se lee en el Apocalipsis-, los que han lavado sus túnicas y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14). El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo para seguir las mismas huellas y experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza y de infelicidad para el hombre es vivir lejos de Él.

 En el Evangelio proclamado en esta espléndida Solemnidad, Jesús dice: "Bienaventurados los pobres de espíritu, bienaventurados los que lloran, los mansos, bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, bienaventurados los limpios de corazón, los pacíficos, los perseguidos a causa de la justicia" (cfr. Mt 5, 3-10). En realidad, el Bienaventurado por excelencia es solamente Él, Jesús. Es Él el verdadero pobre de espíritu, el afligido, el manso, el hambriento y el perseguido por la justicia, el misericordioso, el limpio de corazón, el que trabaja por la paz; es Él el perseguido a causa de la justicia. Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y expresan el misterio de su persona. En la medida en que acogemos su propuesta y nos ponemos a seguirlo –cada uno en sus circunstancias- también podemos participar de su bienaventuranza y ser realmente "amigos". Con Él, lo imposible se hace posible y hasta "un camello pasa por el ojo de una aguja" (cfr Mc 10, 25). Con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a "ser perfectos como es perfecto el Padre celestial" (cfr. Mt 5, 48).

Este es el significado de la solemnidad de hoy. Mirando el ejemplo luminoso de los santos, despertar en nosotros el deseo grande de ser como los santos: felices de vivir junto a Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir en la cercanía de Dios, vivir en su familia.

Nos adentramos ahora en el corazón de la Celebración eucarística. Dentro de poco, Cristo se hará presente de la manera más alta. Cristo, verdadera Vid, a la cual, como los sarmientos, están unidos los fieles que habitan la tierra y los santos del cielo. Por lo tanto, más estrecha será la comunión de la Iglesia que peregrina en el mundo con la Iglesia triunfante en la gloria. En el Prefacio proclamaremos que los santos son para nosotros amigos y modelos de vida. Vamos a invocarlos para que nos ayuden a imitarlos y empeñémonos en responder con generosidad, como ellos lo hicieron, a la llamada divina. Invoquemos especialmente a María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Que ella, la Toda Santa, nos haga fieles discípulos de sus Hijo Jesucristo.