Fuente:
Rome Reports
24 ed noviembre, 2012. (Romereports.com) (-SÓLO VÍDEO-) En
la homilía de la ceremonia del nombramiento de los seis nuevos
cardenales, Benedicto XVI ha subrayado la importancia de la catolicidad
de la Iglesia, en palabras del Papa: “La Iglesia es católica porque
Cristo vino para salvar a toda la humanidad”:
TEXTO COMPLETO DE LA HOMILÍA EN ESPAÑOL:
“Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica”.
Queridos hermanos y hermanas
Estas
palabras, que dentro de poco pronunciarán solemnemente los nuevos
cardenales al hacer la profesión de fe, son parte del símbolo
niceno-constantinopolitano, la síntesis de la fe de la Iglesia que cada
uno recibe en el momento del Bautismo. Sólo profesando y preservando
intacta esta regla de la verdad somos verdaderos discípulos del Señor.
En este Consistorio, quisiera centrarme particularmente en el
significado del término «católica», que indica un rasgo esencial de la
Iglesia y su misión. El argumento sería amplio y se podría enfocar desde
diversas perspectivas. Hoy me limitaré sólo a alguna consideración.
Las
notas características de la Iglesia responden al designio divino, como
se afirma en el Catecismo de la Iglesia Católica: «Es Cristo, quien, por
el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y
apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar cada una de estas
cualidades» (n. 811). Más específicamente, la Iglesia es católica
porque Cristo abraza en su misión de salvación a toda la humanidad.
Aunque la misión de Jesús en su vida terrena se limitaba al pueblo
judío, «a las ovejas descarriadas de Israel» (Mt 15,24), sin embargo
desde el inicio estaba orientada a llevar a todos los pueblos la luz del
Evangelio y a hacer entrar a todas las naciones en el Reino de Dios.
En
Cafarnaún, Jesús exclama ante la fe del centurión: «Os digo que vendrán
muchos de Oriente y Occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob
en el reino de los cielos» (Mt 8,11). Esta perspectiva universalista se
desprende, por ejemplo, de la presentación que Jesús hace de sí mismo,
no sólo como «Hijo de David», sino también como «Hijo del hombre» (Mc
10,33), como hemos oído en el pasaje evangélico proclamado hace poco. En
el lenguaje de la literatura judía apocalíptica inspirada en la visión
de la historia en el Libro del profeta Daniel (cf. 7,13-14), el título
«Hijo del hombre» se refiere al personaje que viene «en las nubes del
cielo» (v. 13), y es una imagen que anuncia con antelación un reino
totalmente nuevo, un reino que no se apoya en los poderes humanos, sino
en el verdadero poder que proviene de Dios. Jesús usa esta expresión
rica y compleja, y la refiere a sí mismo para manifestar el verdadero
carácter de su mesianismo, como misión hacia todo el hombre y todos los
hombres, superando todo particularismo étnico, nacional y religioso. En
efecto, en este nuevo reino, que la Iglesia anuncia y anticipa, y que
vence la fragmentación y la dispersión, se entra precisamente siguiendo a
Jesús, dejándose atraer dentro de su humanidad, y por tanto en la
comunión con Dios.
Además, Jesús no envía su Iglesia a un grupo,
sino a la totalidad del género humano para reunirlo, en la fe, en un
único pueblo con el fin de salvarlo, como lo expresa bien el Concilio
Vaticano II en la Constitución dogmática Lumen gentium: «Todos los
hombres están invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y
único, ha de extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos,
para que así se cumpla el designio de Dios» (n. 13). Así, pues, la
universalidad de la Iglesia proviene de la universalidad del único plan
divino de salvación del mundo. Este carácter universal aparece
claramente el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo inunda de su
presencia a la primera comunidad cristiana, para que el Evangelio se
extienda a todas las naciones y haga crecer en todos los pueblos el
único Pueblo de Dios.
Así, ya desde sus comienzos, la Iglesia
está orientada kat’holon, abraza todo el universo. Los Apóstoles dan
testimonio de Cristo dirigiéndose a los hombres de toda la tierra, todos
los comprenden como si hablaran en su lengua materna (cf. Hch 2,7-8). A
partir de aquel día, la Iglesia, con la «fuerza del Espíritu Santo»,
según la promesa de Jesús, anuncia al Señor muerto y resucitado «en
Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo»
(Hch 1,8). Por tanto, la misión universal de la Iglesia no sube desde
abajo, sino que desciende de lo alto, del Espíritu Santo, y está
orientada desde el primer instante a expresarse en toda cultura para
formar así el único Pueblo de Dios. No es tanto una comunidad local que
crece y se expande lentamente, sino que es como levadura destinada a lo
universal, a la totalidad, y que lleva en sí misma la universalidad.
«Id
al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc
16,15); «haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19). Con estas
palabras, Jesús envía a los Apóstoles a todas las criaturas, para que
llegue por doquier la acción salvífica de Dios. Pero si nos fijamos en
el momento de la ascensión de Jesús al cielo, según se relata en los
Hechos de los Apóstoles, observamos que los discípulos siguen encerrados
en su visión, piensan en la restauración de un nuevo reino davídico, y
preguntan al Señor: «¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de
Israel?» (Hch 1,6). Y ¿cómo responde Jesús? Responde abriendo sus
horizontes y dejándoles una promesa y un cometido: promete que serán
colmados de la fuerza del Espíritu Santo y les confiere el encargo de
dar testimonio de él en el mundo, superando los confines culturales y
religiosos en los que estaban acostumbrados a pensar y vivir, para
abrirse al reino universal de Dios. Y en los comienzos del camino de la
Iglesia, los Apóstoles y los discípulos se ponen en marcha sin ninguna
seguridad humana, sino con la sola fuerza del Espíritu Santo, del
Evangelio y de la fe. Es el fermento que se esparce por mundo, entra en
las diversas coyunturas y en los múltiples contextos culturales y
sociales, pero que sigue siendo una única Iglesia.
En torno a
los Apóstoles florecen las comunidades cristianas, pero éstas son «la»
Iglesia, que tanto en Jerusalén como en Antioquía o Roma, es siempre la
misma, una y universal. Y cuando los Apóstoles hablan de la Iglesia, no
se refieren a su propia comunidad: hablan de la Iglesia de Cristo, e
insisten en esta identidad única, universal y total de la Catholica, que
se realiza en cada Iglesia local. La Iglesia es una, santa, católica y
apostólica; refleja en sí misma la fuente de su vida y de su camino: la
unidad y la comunión de la Trinidad.
También el Colegio
Cardenalicio se sitúa en el surco y en la perspectiva de la unidad y la
universalidad de la Iglesia: muestra una variedad de rostros, en cuanto
expresa el rostro de la Iglesia universal. A través de este Consistorio,
deseo destacar de manera particular que la Iglesia es la Iglesia de
todos los pueblos, y se expresa por tanto en las diversas culturas de
los distintos continentes. Es la Iglesia de Pentecostés, que en la
polifonía de las voces eleva un canto único y armonioso al Dios vivo.
Saludo
cordialmente a las delegaciones oficiales de los diferentes países, a
los obispos, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos de las
distintas comunidades diocesanas, así como a todos los que participan en
la alegría de los nuevos miembros del Colegio Cardenalicio, a los
cuales les unen lazos de parentesco, amistad o cooperación. Los nuevos
cardenales, que representan a varias diócesis del mundo, son ahora
agregados a título especial a la Iglesia de Roma, y refuerzan así los
vínculos espirituales que unen a toda la Iglesia, vivificada por Cristo,
estrechamente reunida en torno al Sucesor de Pedro.
Al mismo
tiempo, el rito de hoy expresa el valor supremo de la fidelidad. En
efecto, en el juramento que haréis dentro de poco, venerados hermanos,
están escritas palabras cargadas de un profundo significado espiritual y
eclesial: «Prometo y juro permanecer, ahora y por siempre hasta el
final de mi vida, fiel a Cristo y a su Evangelio, constantemente
obediente a la Santa Iglesia Apostólica Romana». Y, al recibir la
birreta roja, oiréis cómo se os recuerda que ésta indica «que debéis
estar preparados para comportaros con fortaleza, hasta el derramamiento
de la sangre, por el incremento de la fe cristiana, por la paz y la
tranquilidad del Pueblo de Dios».
A su vez, la entrega del
anillo está acompañada de una advertencia: «Has de saber que, con el
amor al Príncipe de los Apóstoles, se refuerza tu amor a la Iglesia».
He
aquí indicada, en estos gestos y las expresiones que los acompañan, la
fisionomía que hoy asumís en la Iglesia. De ahora en adelante, estaréis
todavía más estrechamente unidos a la Sede de Pedro: los títulos o las
diaconías de las iglesias de la Urbe os recordarán el lazo que os une,
como miembros a título especialísimo, a esta Iglesia de Roma, que
preside la caridad universal. Principalmente por la colaboración con los
Dicasterios de la Curia Romana, seréis mis preciosos colaboradores,
ante todo en el ministerio apostólico para con la catolicidad entera,
como Pastor de toda la grey de Cristo y primer garante de la doctrina,
de la disciplina y de la moral.
Queridos amigos, alabemos al
Señor, que «no cesa de enriquecer con generosidad de dones a su Iglesia
extendida por el mundo» (Oración), y da nuevo vigor a la perenne
juventud que le ha dado. A él confiamos el nuevo servicio eclesial de
estos estimados y venerados hermanos, para que den un valiente
testimonio de Cristo, en el dinamismo edificante de la fe y en el signo
de un incesante amor oblativo.